PARA QUIEN ESCRIBIMOS 29 enero, 2020 – Publicado en: ARTICULOS – Etiquetas: ,

PARA QUIEN ESCRIBIMOS

Revista de Estudios Tradicionales Nº 9

La persistencia de determinados equívocos nos sugiere la oportunidad de efectuar algunas aclaraciones, que esperamos sirvan para establecer una relación más proficua con nuestros lectores.

Tal como ya hemos dicho otras veces, no queremos que nuestros escritos se conviertan en motivo de disertaciones especializadas, más o menos inútiles e ineficaces. En realidad, aquí no se trata de convenir con los lectores en alguna complacencia cultural de tipo especial: lo que por el contrario consideramos indispensable es convenir, antes que nada, en una aspiración.

No es fácil definir esta aspiración de una manera tal que no dé lugar a malentendidos. Podríamos hablar de la aspiración a relacionarse de manera consciente con algo que no se encuentre sujeto a las vicisitudes y la caducidad del mundo que está fuera y dentro de nosotros, esto es al mundo corpóreo y al mundo psíquico; y aquí cabe pensar en la doctrina hindú relativa a la «corriente de las formas», que hay que superar.

Con un ejemplo tomado de una expresión popular (que, dicho sea de paso, deriva de un conocido simbolismo tradicional), diremos que, si la vida es «una rueda que gira», no deja de haber, en dicha rueda, un centro que no gira y a cuyo alrededor se regula todo el movimiento. En general, la situación del hombre contemporáneo puede ser comparada a una posición del todo periférica en la «rueda de la vida», sin posibilidad alguna de conectarse efectivamente a su eje; dicha situación, hasta tanto persista, conlleva además, lógicamente, el destino de terminar aplastados una vez concluido el propio reducido ciclo de existencia y, en efecto, la muerte corpórea constituye comúnmente, para el hombre moderno, un cierre definitivo del propio horizonte.

Nuestro discurso no se dirige a quien se conforma con una tal condición. Ni tampoco a quien se contenta con encomendarse pasivamente a lo que se encuentra en el origen de la vida y que, a pesar de dejarse llevar por la corriente del mundo contemporáneo, cree de tener quién sabe qué «derechos» al «más allá».

No entendemos negar que la creencia en una supervivencia, o en una sucesiva existencia, pueda tener su justificación. Pero no es este el punto que queremos aclarar aquí. Una cosa es recibir y, por decirlo así, tolerar una nueva existencia y otra muy distinta es conectarse conscientemente con lo que se halla en el origen de las existencias, y no después de una muerte, sino realmente más allá y por encima de toda muerte[1]. Una cosa es quedarse encerrados en el ámbito siempre incierto de inclinaciones, sensaciones y opiniones subjetivas, otra cosa es lograr la certeza que proviene de la participación directa a ese Principio en el que reside la explicación de todo.

Nuestro discurso se dirige a quienes se plantean la cuestión fundamental de como aplicarse a perseguir tal objetivo decisivo, y están resueltos o lo estarán en un futuro, a encararlo. Poco importa que sean pocos. Lo único que nos preocupa es que éstos puedan malinterpretar lo que decimos, también a causa de nuestro particular modo de expresarnos, seguramente desacostumbrado para algunos, que pueden verse así inducidos a sobrestimar inicialmente los obstáculos que dificultan un acuerdo y una comprensión, por otra parte susceptibles de inesperados desarrollos.

Con respecto a esto, observamos que las ocasiones y los caminos que, aunque de distintas maneras, llevan a plantearse esa cuestión fundamental son prácticamente incontables; es más, desde un cierto punto de vista podría decirse que cualquier campo de conocimiento o de búsqueda, si fuera ahondado de manera suficiente, conduciría fatalmente a tener que encararla.

De hecho, sabemos que hay personas que llegaron a esto por mediación de circunstancias muy distintas. Por ejemplo, a través de la desazón por la impotencia cognoscitiva de la ciencia oficial, cada vez más abiertamente reconocida por los mismos científicos[2], o por medio del estudio de aspectos de la realidad que, si a la misma ciencia oficial se le escapan del todo, no se le escapaban en cambio a otros tipos de ciencia, los cuales presuponen precisamente, al menos a partir de un cierto grado, la correcta formulación de la «cuestión fundamental». Otros llegaron a formulársela cuando no les quedó más remedio que constatar que la religión, tal como se presentaba, no les proporcionaba una respuesta adecuada, y otros porque el carácter relativo y fútil de las elaboraciones filosóficas individuales no lograba contentarlos.

Otros hay que se la plantearon luego de haber buscado un criterio no arbitrario en medio del desorden de la vida social o del arte contemporáneo, a veces movidos por la constatación inicial de que los ordenamientos de las demás civilizaciones se fundaron en principios que pasan del todo inadvertidos a la mentalidad común, la cual se fabrica una representación tan manifiestamente alterada que suscita, en quien sepa reaccionar ante ella, por lo menos la sospecha de que las ínfulas de superioridad de los contemporáneos no se justifican en lo más mínimo. Para otros se plantea más directamente la necesidad de hallar un principio ordenador no arbitrario para la propia existencia cotidiana, más allá del convencionalismo moral y de la vacuidad de una sensiblería que parece fomentada adrede para entorpecer irremediablemente a la mayoría. Y esta necesidad de poner orden en la propia existencia puede asumir incluso un matiz angustioso, cuando se llega a constatar la propia fundamental ignorancia y la propia impotencia ante el «destino» y la muerte: una condición que alguien definió impropiamente «angustia metafísica», pero que, por el contrario, es una angustia más bien debida a la carencia de metafísica.
En todo caso, cuando se llega al quid, la «cuestión fundamental» es esencialmente única, y es tal que suscita esa aspiración de que antes hablábamos.

A quien la reconozca dentro de sí y se encuentre actualmente al comienzo de una posible búsqueda, quisiéramos decirle que no debe dejarse desanimar por el escepticismo y la incomprensión casi generales.
El punto de vista habitualmente difundido hoy día no cuenta para nada al respecto, y es fácil darse cuenta que las negaciones que éste comporta se hallan en contraste con las expresiones fundamentales del conocimiento en cualquier otra civilización que no sea la actual, es decir con las enseñanzas tradicionales, concordes y unánimes[3], aunque revestidas de innumerables formas diferentes, de acuerdo con las igualmente diferentes condiciones de tiempo y lugar.

Para expresarnos en términos que, aun reflejando solamente determinados aspectos de la cuestión, sirven para poner en evidencia el sentido efectivo y no abstracto, diremos que la «conquista de la inmortalidad» no es, entonces, algo fantástico e imaginario, sino que corresponde indudablemente a una posibilidad real, una posibilidad que en cierto modo coincide, en definitiva, con la finalidad y la razón de ser misma de cada uno.

Pero, ¿cuáles serán los medios necesarios para llevar a la práctica dicha posibilidad? A decir verdad, y en todo rigor, ningún «medio» es necesario de manera absoluta, pues lo que hay que realizar reside en la esencia misma de cada uno. Sin embargo, existe una condición concreta de la que el hombre no puede, en la actual situación, librarse: su conciencia está inevitablemente condicionada por factores exteriores, y un esfuerzo aislado de concentración en sí mismo, aun en el caso de que fuera llevado a la práctica en alguna medida, no podría más que conducir a estados psicológicos especiales, probablemente adecuados para causar un sucesivo desequilibrio y nuevas ilusiones.

Por lo cual debería ser relativamente sencillo comprender que la única salida pasa por la posibilidad de hallar, en el propio plano de realidad presente, algo que establezca una relación entre esta última y ese dominio de la «inmortalidad» que se quiere realizar. Con respecto a esto, nos parece evidente que lo mejor sería remitirse a la forma en que el problema es encarado allí donde ha sido efectivamente «resuelto», y donde la presencia viviente de aquellos que manifiestan de haber realizado el objetivo último siempre ha formado parte de la normal situación de la sociedad, incluso desde el punto de vista de la mentalidad general: y éste es precisamente el caso de cualquier civilización realmente tradicional y completa hacia lo alto.

Sin embargo, esta referencia, que sería casi obvia, se encuentra hoy día prácticamente obstaculizada y complicada a veces de manera casi inextricable, no sólo por la general ignorancia de las cosas tradicionales, sino también por el influjo de numerosas corrientes «espiritualistas»[4] que presentan una perspectiva falsa y confusa de la cuestión, y que terminan ofreciendo caminos que, en la mejor de las hipótesis, no son otra cosa que imitaciones o falsificaciones. En realidad, incluso ciertas enunciaciones utilizadas en este último caso pueden constituir una ocasión para estimular la aspiración de que hablábamos; pero hay que agregar enseguida, muy claramente, que el contacto con semejantes corrientes nunca es indiferente, y reserva en cambio peligros mucho más graves de lo que podría suponerse a simple vista. El mundo psíquico, demasiado fácilmente tomado por «espiritual», presenta posibilidades de ilusión y engaño considerablemente más grandes e incontrolables que el mundo corpóreo, capaces de hacer perder definitivamente el camino; y, como mínimo, la posibilidad de avanzar provechosamente queda suspendida hasta que uno no logre liberarse del influjo de dichas corrientes, a fin da iniciar la búsqueda una vez que la propia mentalidad haya sido «pulida».

Refiriéndonos, entonces, a la forma bajo la cual todas las civilizaciones tradicionales consideran a la cuestión, hallamos, aun en sentido «operativo», una bien precisa concordancia de indicaciones: en la presente condición de la humanidad, es absolutamente necesario recibir una «influencia espiritual» transmitida ritualmente a través de una «cadena» ininterrumpida[5] de hombres calificados para conservarla y transmitirla, que se remonta en definitiva a aquello que se trata de alcanzar. En esta transmisión consiste el rito de «iniciación», que es el punto de partida indispensable para un trabajo esencialmente interior, pero apoyado en medios concretos y técnicas que pueden tener su repercusión en cada grado de realidad: trabajo que permitirá desarrollar lo que en un primer momento es tan sólo virtual en el iniciado, hasta realizar por último ese grado de «iniciación efectiva» que coincide con la «inmortalidad». Por otra parte, a fin de evitar interpretaciones simplistas al respecto, debemos reiterar que sea cual fuere el medio, pese a ser prácticamente necesario, resulta de por sí del todo inadecuado para alcanzar dicha finalidad extrema, que de ninguna manera puede ser considerada como un «resultado» obtenible exteriormente; y observamos, además, que incluso el preparatorio trabajo de purificación, para el que los medios tradicionales resultan hoy día máximamente indispensables, ya requiere, para ser llevado a cabo en el mundo actual, de un coraje y un empeño incesantes que no estaría fuera de lugar llamar heroicos.

Naturalmente, comprendemos que estas referencias no llegan a ser suficientemente explicativas, y que restan todavía muchos otros puntos que podrían ser aclarados remitiéndonos a esas mismas doctrinas tradicionales en las que siempre hemos entendido basarnos. De nuestra parte, por el momento, hemos tan sólo tratado de precisar un poco el sentido de esa aspiración de que hablábamos al comienzo, la cual, como dijimos, está destinada a constituir el punto de convergencia con nuestros lectores. Se trata, conscientemente o no, de una aspiración a la realización iniciática.

Giovanni Ponte

[1] Esto corresponde a la verdadera «inmortalidad» de la que hablan las doctrinas orientales y a la que aludían, por ejemplo, también los antiguos Misterios occidentales. A esto mismo se puede referir, además, uno de los significados simbólicos del término «Amor» (a-mor, sin muerte) utilizado en ciertas iniciaciones medievales..

[2] Véase el artículo «Conocimiento tradicional y ciencia moderna» en el n° 1 de esta revista.

[3] Véase el artículo «El primer trabajo a cumplir » en el n° 3 de esta revista.

[4] Hay que considerar, además, la existencia de otras corrientes que, a pesar de manifestar una posición claramente crítica con respecto a las distintas formas de «neoespiritualismo» contemporáneo, y aunque pretendan conectarse, incluso explícitamente, con el espíritu tradicional, resultan en el fondo igualmente peligrosas y falaces, tal como puede comprobarse, por ejemplo, en el caso de una presunta magia «experimental» y empírica, de la que no cabe esperar realmente más que consecuencias desastrosas para el perseguimiento de una cualquier vía auténticamente tradicional.

[5] Este concepto de «cadena» ininterrumpida se vuelve a hallar, por ejemplo, en el paramparâ de la tradición hindú, en la shelsheleth de la tradición cabalística (esto es, del esoterismo judío), en la silsilah islámica; y la concepción religiosa de la «sucesión apostólica» no es otra cosa que su transposición en el plano exotérico, plano que por otra parte carece, naturalmente, de cualquier alcance iniciático.

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