NUEVAS INDICACIONES SOBRE LOS TEMPLARIOS 6 agosto, 2016 – Publicado en: ARTICULOS – Etiquetas: ,

NUEVAS INDICACIONES SOBRE LOS TEMPLARIOS

Revista de Estudios Tradicionales Nº 20, págs. 81 – 98
(Fragmento)

Hemos notado, ojeando algunas recientes publicaciones concernientes la historia de la Orden del Templo, una tendencia generalizada a omitir de manera sistemática toda referencia al carácter iniciático de la misma. Pese a lo cual, no deja de proclamarse ahí mismo la excepcionalidad de esta organización en el mundo occidental de la Baja Edad Media: es como si los autores de esos textos no supiesen, o no quisiesen, sacar las conclusiones que derivan de este hecho.

Pero, a decir verdad, la posición no es nueva y, por lo tanto, no es exclusiva de los historiadores modernos, puesto que hasta un masón como Joseph de Maistre, por ejemplo, demostraba ya en el año 1782, que no había logrado penetrar este aspecto cuando, a propósito de los Templarios, se aventuraba a afirmar: «el fanatismo los había creado, la codicia los destruyó; he aquí todo lo que puede decirse de ellos»; y cerraba el asunto preguntándose retóricamente: «¿Qué le importa al universo de la destrucción de la Orden del Templo?». A lo que René Guénon se encargó de responder en un artículo publicado en 1927 [1]: «Esto, en cambio, importa mucho, pues es desde aquel entonces que data la ruptura de Occidente con su propia tradición iniciática»; apresurándose, por otra parte, a añadir, a renglón seguido, que el entonces joven de veintinueve años J. de Maistre «ignoraba cuáles habían sido los medios de transmisión de la tradición iniciática y quienes fuesen los representantes de la efectiva jerarquía espiritual».

Que los estudios a los que nos referíamos anteriormente participen de una «miopía» de este tipo nos parece, al fin y al cabo, algo bastante comprensible, sobre todo si se considera que la especial perspectiva escogida por los autores los induce a ocuparse, preferentemente, de los aspectos más ostensibles de la actividad de los Templarios y a descartar otros –aunque sus escritos se refieran una que otra vez a ellos–, que a nuestro entender merecen en cambio el mayor interés. Obviamente, por lo demás, el hecho de que una cosa no sea objeto de investigación por parte de algún estudioso, no implica necesariamente que la misma no exista. Además, en caso de que la investigación concierna la esfera iniciática, convendrá proceder con la máxima prudencia, ya que en este ámbito, más que en cualquier otro, las apariencias muchas veces engañan. A punto tal que la misma carencia de pruebas documentales puede constituir aquí, aunque la cosa pueda parecer absurda, una prueba de la seriedad y de la profundidad de aquello que se está indagando.

Dicho esto, podemos ahora formular, con ánimo sereno y constructivo, una observación a tales especialistas: sus trabajos, aun cuando encomiables desde muchos puntos de vista, resultan sin embargo demasiado sectoriales. Les sería muy útil, en cambio, extender a todo campo sus investigaciones, esto es, para ser más precisos, a los otros diversos factores presentes entonces en ambas márgenes del Mediterráneo: ello podría allanar el camino a hallazgos de relieve que, además, podrían revelarse capaces de inducirlos a cambiar radicalmente su actual manera de pensar.

Quien esté interesado a proceder así, podrá encontrar en la obra de Guénon varias indicaciones particularmente interesantes para orientar sus estudios. En cuanto a nosotros, agregaremos aquí algunas otras que hemos hallado –como decíamos– también en estas publicaciones recientes, tratando de sacar a luz lo que ahí estaba oculto.

Ya que al comienzo de este estudio aludíamos a las implicaciones que se pueden sacar de la condición excepcional, concordemente reconocida a la Orden del Templo, quizá sea oportuno empezar por ahí. En un libro de Bárbara Frale [2] aparece una observación significativa, atribuida a Guilbert de Nogeut, que la autora retoma en estos términos: «Si Dios dividió la sociedad en tres ordines fundamentales, confiando a uno (los eclesiásticos) la misión de rezar por todos, a uno (campesinos y artesanos) la de trabajar por todos y a uno (la nobleza) la de luchar por la defensa de los dos primeros, pues entonces en los Caballeros del Templo se materializa una auténtica perfección terrena y espiritual puesto que ellos condensan en sí mismos la misión de las dos clases superiores (iglesia y nobleza), convirtiéndose, en cierto sentido, en los pilares del mundo» [las cursivas son nuestras].

Téngase en cuenta que, bien mirado, la misma cuestión de reunir en sí los poderes sacerdotal y real implica un grado que supera a ambos. Pero, en este caso, se trata de un grado en cierto modo «escondido», pues no tiene ninguna equivalencia en la jerarquía que constituía en aquel entonces el cuerpo social: ello puede únicamente significar que los Templarios se colocaban, usando una expresión tomada de la tradición hindú, «más allá de las castas», y este es un signo que caracteriza en todas partes a los representantes de la «auténtica jerarquía espiritual», o sea de la jerarquía iniciática. Su condición, que Andreas Beck [3] afirma ser «de plena independencia» respecto de toda jerarquía exterior, es, pues, como el corazón respecto del organismo entero, central. Por otro lado es evidente que, para ser elevados por encima de todo poder constituido, es necesario poseer determinados requisitos, es decir un profundo conocimiento o, dicho de otra manera, un elevadísimo grado espiritual; grado que debemos suponer que había sido alcanzado al menos por alguien en el seno de la Orden del Templo, si no se quiere poner en discusión la coherencia de las decisiones operadas en aquel entonces por personajes de la categoría de un Bernardo de Claraval.

El hecho mismo de que los Templarios hayan sido saludados como los «pilares del mundo» no sólo confirma nuestra lectura, sino que además nos lleva a pensar que ocupaban un lugar en el vértice de la jerarquía iniciática, o sea donde reside el principio común del cual descienden las atribuciones que corresponden a los dos ordenes superiores de la jerarquía exterior.

Hechas estas consideraciones, pueden comprenderse mejor las razones de toda una serie de circunstancias que de otra forma resultarían poco menos que inexplicables. En primer lugar, el hecho de que en una época en que la figura de un «caballero cristiano» era considerada por el clero en general con mucho escepticismo, haya ocurrido, según afirma Peter Partner [4], que «en el lapso de pocos años desde el Concilio de Troyes de 1128 la Europa católica [asegurase] a losTemplarios un respaldo fuerte y casi universal». Luego, que «desde un principio, en las cortes reales, [fuesen] tratados como amigos de confianza», convirtiéndose así en «compañeros de reyes y de príncipes», hasta el punto de tener que ocuparse «directamente de los tesoros reales, de cuya custodia se vieron muchas veces encargados» [5] Y sus relaciones con la Santa Sede no eran muy distintas: tal es así que, según Partner, «desde los tiempos del papa Alejandro III (1159-81) en más, los Templarios desempeñaron para los papas el mismo tipo de funciones internas [desempeñadas] para los reyes: solamente el rol financiero fue distinto, desde el momento que los papas tenían ya sus bien cualificados especialistas en materia de dinero»[6].

Para entrar en algunos detalles, señalamos, por ejemplo, el hecho, de veras asombroso, que el rey Alfonso I de Aragón decidiese adjudicar «en herencia a los Templarios un tercio de su propio reino» [7]. O que el Maestre del Templo inglés estuviese presente durante la firma de la Magna Charta. O también que los dignatarios de la Orden del Templo fuesen habitualmente elegidos para actuar como «árbitros en los conflictos de orden local», lo que demuestra a las claras sus grandes dotes de mediadores; o aun que se distinguiesen como «excelentes diplomáticos y embajadores» [8].

Naturalmente, los Templarios se destacaron también en el campo militar, y este es un punto sobre el cual se han detenido a suficiencia los historiadores. Claro, a los candidatos no se les requería solo que fuesen hombres libres, sino también que tuviesen competencia en las artes militares, por lo cual, como dice Malcom Barber [9], «muchos [caballeros] eran ya guerreros consumados cuando se unían a la Orden, pues a menudo completaban su preparación en los varios torneos que caracterizaban sobre todo a las sociedades francesa e inglesa». Pero incluso considerando solamente el campo –por decirlo así– exterior de sus actividades, está claro que no podemos limitar nuestro examen a este único aspecto, ya que es innegable que la extrema complejidad de su organización –basta pensar a las numerosas encomiendas esparcidas por toda Europa y a la logística ligada a su actividad en Tierra Santa– debía requerir una aptitud poco frecuente. […].

* Este texto fue publicado originalmente en el n°. 4 de la revista ítalo-francesa «La Lettera G / La Lettre G», y nosotros incluimos aquí una versión en lengua castellana del mismo gracias a la gentil autorización de su Director, Pasquale Casaretta, a quien va todo nuestro agradecimiento.

[1]«Un projet de Joseph de Maistre», ahora en Études sur la Franc- Maçonnerie et le Compagnonnage, Éditions Traditionnelles, París 1965, tomo I, p. 20.

[2] B. Frale, I Templari, Il Mulino, 2004, p. 42.

[3] A. Beck, La fine dei Templari, Piemme, 2004, p. 190.

[4] P.Partner, I Templari, 1991, p. 12.

[5] Ibid., p. 18.

[6] Ibid., p. 19.

[7] Ibid., p. 12.

[8] A. Demurger, Vita e morte dell’Ordine dei Templari, Garzanti, 1992, parte II, p. 115.

[9] M. Barber, La storia dei Templari, Piemme, 1997, p. 224. Es probable, por consiguiente, que éstos poseyesen algún tipo de iniciación caballeresca ya antes de ser admitidos en el Templo.

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